Que los ruidos te perforen los dientes
como una lima de dentista,
y la memoria se te llene de herrumbre,
de olores descompuestos y de palabras rotas.
Que te crezca,
en cada uno de los poros,
una pata de araña;
que sólo puedas alimentarte de barajas usadas
y que el sueño te reduzca, como una aplanadora,
al espesor de tu retrato.
Que al salir a la calle,
hasta los faroles te corran a patadas;
que un fanatismo irresistible te obligue a posternarte
ante los tachos de basura
y que todos los habitantes de la ciudad
te confundan con un madero.
Que cuando quieras decir: "Mi amor",
digas: "Pescado frito"
que tus manos intenten estrangularte a cada rato,
y que en vez de tirar el cigarrillo,
seas tú el que te arrojes en las salivaderas.
Que tu mujer te engañe hasta con los buzones;
que al acostarse junto a ti, se metamorfosee en sanguijuela,
y que después de parir un cuervo,
alumbre una llave inglesa.
Que tu familia se divierta en deformarte el esqueleto,
para que los espejos, al mirarte,
se suiciden de repugnancia;
que tu único entretenimiento
consista en instalarte en la sala de espera de los dentistas,
disfrazado de cocodrilo,
y que te enamores, tan locamente, de una caja de hierro,
que no puedas dejar, ni por un sólo instante,
de lamerle la cerradura.
Oliverio Girondo / argentino
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